Bosch
se impregnó tanto y fue tal la conmoción que recibió en lo más hondo de su ser
al conocer la obra del Maestro, que lo marcó hasta la eternidad. Por eso, en su
“Hostos, el sembrador”, advierte:
“Si
mi vida llegara a ser tan importante que se justificara algún día escribir
sobre ella, habría que empezar diciendo: ‘Nació en la Vega, República
Dominicana, el 30 de junio de 1909, y volvió a nacer en San Juan de Puerto Rico
a principios de 1938, cuando la lectura de los originales de Eugenio María de
Hostos le permitió conocer que fuerzas mueven, y cómo la mueven, el alma de un
hombre consagrado al servicio de los demás’ “.
De
ahí que no extrañe el que ambas vidas llegaran a encontrarse en los caminos de
la inmortalidad. Y coincidencias de la historia: Cuando Hostos decidió fundar
en Puerto Rico el primer capítulo de su Liga de los Patriotas, no lo hizo en
San Juan ni en Mayagüez, sino en Juana Díaz, el pueblo natal de Ángela Gaviño
Costales, la madre de Don Juan.
Llegó
por primera vez a tierra dominicana, el 30 de mayo de 1875. Luego escribiría:
“Ignoraba que allí había yo de conquistar algunos de los mejores amigos de mi
vida”.Conoció al general Gregorio Luperón, a Segundo Imbert, a Federico
Henríquez y Carvajal... Aunque en agosto de ese año, elabora el plan de
Escuelas Normales para la República, es el 5 de marzo de 1876 que funda La
Educadora, sociedad-escuela destinada a “popularizar las ideas del derecho
individual y público, el conocimiento de las constituciones, dominicana,
norteamericana, latinoamericanas, y los principios económicos-sociales; en
resumen: educar al pueblo”. Pero sería en el segundo período (1879-1888) de sus
tres permanencias en nuestro país, cuando la Escuela Normal de Santo Domingo
abrió sus inscripciones, el 14 de febrero de 1880, en la calle de Los Mártires
(hoy Duarte) número 34. Las labores se iniciaron el día 18. “La instalación de
la Escuela Normal -escribe el Maestro- se hizo como se hacen las cosas de
conciencia: sin ruido ni discurso. Se abrieron las puertas y se empezó a trabajar.
Eso fue todo.”
En
vísperas de una de las salidas de Hostos del país, en diciembre de 1888, Salomé
Ureña expresó: “Vengo a cumplir un deber sagrado, vengo a satisfacer en leve
parte una deuda de inmensa gratitud. (...) Hablo, señores, de la deuda contraída
con el Director de la Escuela Normal, con el implantador sincero y consciente
del método racional de la enseñanza moderna en la sociedad dominicana.” Y
resume ella toda la constelación de aportes a su Quisqueya:
“Le
vi aparecer trayendo por séquito los rayos de las nuevas ideas, de las ideas
redentoras, de las ideas de la civilización actual, y yo, que siempre he
suspirado, que suspiro aún, que suspiraré mientras aliente, por el
engrandecimiento moral y material de mi país, batí palmas de gozo y esperé.(...)
Te vas; pero germinará la simiente que dejas en el surco, y los frutos del
porvenir se fecundarán con la savia de tus doctrinas pedagógicas.”
Para
Pedro Henríquez Ureña, más que de una enfermedad biológica, “Hostos murió de
asfixia moral”. Y en esa dirección hubo de recordarlo su compatriota José
Ferrer Canales: “Si Bolívar es la conciencia política de América, Hostos es su
conciencia moral.”
Amó tanto nuestro país, que aunque vivió y fue reconocido en otras naciones de América del Sur, con niveles socio-económicos superiores a los nuestros, prefirió la patria dominicana; incluso, centros académicos de varios puntos y presidentes de Chile le solicitaron que permaneciera en sus territorios. En realidad, era parte de nuestra piel y de nuestra sangre. Su abuela paterna, doña María Altagracia Rodríguez y Velasco, había nacido en República Dominicana. Hostos permaneció entre nosotros casi la cuarta parte de su vida; de sus sesenta y cuatro años, estuvo aquí cerca de catorce. De sus seis hijos, cuatro nacieron en nuestro país. Los otros dos, en Chile. A uno de ellos lo nombró con el apellido del Padre de la Patria dominicana: Filipo Luis Duarte. ¿Acaso lo hiciste, Maestro, por las palabras de Salomé al despedirte?: “¡Adios! Cuando en las horas tranquilas que te esperan bajo otro cielo, acuda a tu memoria un pensamiento amargo en el cual palpite el nombre de mi patria piensa también que hay en ella corazones amigos que te recuerdan y almas agradecidas que te bendicen”. En la fragua de su magisterio brotaron las semillas del ideal transformador y liberal de nuestra nación. Anduvo por casi toda la geografía de la República. Se dejó embriagar por el verdor de los campos y la magia de los arcoiris de nuestros cielos. Se constituyó, por derecho propio, en uno de los fundadores de la nacionalidad dominicana.
Amó tanto nuestro país, que aunque vivió y fue reconocido en otras naciones de América del Sur, con niveles socio-económicos superiores a los nuestros, prefirió la patria dominicana; incluso, centros académicos de varios puntos y presidentes de Chile le solicitaron que permaneciera en sus territorios. En realidad, era parte de nuestra piel y de nuestra sangre. Su abuela paterna, doña María Altagracia Rodríguez y Velasco, había nacido en República Dominicana. Hostos permaneció entre nosotros casi la cuarta parte de su vida; de sus sesenta y cuatro años, estuvo aquí cerca de catorce. De sus seis hijos, cuatro nacieron en nuestro país. Los otros dos, en Chile. A uno de ellos lo nombró con el apellido del Padre de la Patria dominicana: Filipo Luis Duarte. ¿Acaso lo hiciste, Maestro, por las palabras de Salomé al despedirte?: “¡Adios! Cuando en las horas tranquilas que te esperan bajo otro cielo, acuda a tu memoria un pensamiento amargo en el cual palpite el nombre de mi patria piensa también que hay en ella corazones amigos que te recuerdan y almas agradecidas que te bendicen”. En la fragua de su magisterio brotaron las semillas del ideal transformador y liberal de nuestra nación. Anduvo por casi toda la geografía de la República. Se dejó embriagar por el verdor de los campos y la magia de los arcoiris de nuestros cielos. Se constituyó, por derecho propio, en uno de los fundadores de la nacionalidad dominicana.
Ya avanzado el otoño de sus días, el 11 de enero de
1998, Juan Bosch escribió, de puño y letra, su último testimonio de amor y
veneración sobre el Maestro, en el libro de visitantes distinguidos de este
Panteón de la Patria: “Eugenio María de Hostos no ha muerto ni morirá mientras
los pueblos del Caribe mantengan su imagen de creador de la enseñanza que lo
convirtió en padre de todos los hijos de nuestras tierras”.
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